Cambiando Zapatos I
Nunca me ha gustado esperar; me impacienta no hacer nada mientras alguien viene o algún suceso toma lugar.
- Una Everest Premium, por favor. -Vuelvo a pedir.
Por fin me traen la preciada cerveza. Me sirvo un vaso y lo bebo de una vez, el sabor amargo de la bebida me parece igual a la amargura de la espera, y eso me arranca una sonrisa.
La vista de la montaña es imponente. Las nubes rara vez tapan sus cimas, y de sus entrañas bajan los más impetuosos ríos. A las tres de la tarde de todos los solsticios, se ve un cinturón dorado por más o menos tres minutos, esa banda es un rio lleno de oro que la circunda y que nadie ha podido encontrar.
Ya empieza. Todos los truhanes, monjes, ladrones, mentirosos y puntales de la bondad de la humanidad nos levantamos y guardamos silencio. Cuando pasa el fenomeno, unos se abrazan, otros cantan ó gritan y los que tienen vasos en las manos apuran su trago y estruendosamente lo ponen en la mesa. Eso si, todos con lagrimas en los ojos, abismados y encantados pensamos en ese tesoro.
- Llego tu tesoro. - Iyoconda interrumpe mis cavilaciones y sin dudar se sirve el resto de la cerveza, levanta una ceja y enseguida el dueño del tugurio le trae una copa de Oporto.
- Por la casa - le dice con la voz más masculina que puede hacer. Ella insiste en que no, él me ve y yo apruebo que lo ponga en mi cuenta.
- No podrá hablar por una semana. - Le digo y ella se rie.
- Solo un eclipse de sol puede opacar al cinto de oro de la montaña de jade. - Dice Iyoconda.
-Si tu lo dices.
- ¿Estas amargado, occidental? - Iyoconda se abraza a mis brazos y siento su cuerpo caliente junto al mío.
- No me gusta esperar.
- ¿Ni por mí?
- Especialmente por ti.
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